Hoy voy a compartir en este post un texto que forma parte de la obra «El hombre que plantaba árboles» una fábula escrita por Jean Giono. No se me ocurre mejor regalo en el Día de Reyes que este hermoso texto que nos descubre a un pastor que convierte una árida y desolada zona de la Provenza en un bosque verde y lleno de vida. Su convicción es tal, que se dedica a ello durante años, sin esperar más recompensa que la de ver brotar alguna de las semillas.
Deseo que os guste, os invito a compartir algún comentario tras su lectura, si os inspira en alguna medida.
Carta que en 1946 escribió el pastor Elzéard Bouffier al ministro francés de la Guerra, Félix Gouin, en respuesta a un requerimiento oficial en el que, el citado Ministerio, obligaba al viejo pastor a dejar de plantar árboles alrededor de una fábrica de proyectiles situada en una remota región de la Provenza.
Estimado Sr. Ministro:
En primer lugar, quisiera agradecerle la consideración que hacía mí han tenido al remitirme la misiva fechada el 14 de junio del año en curso. Apenas recuerdo la última vez que el cartero visitó mi casa.Teniendo en cuenta mi natural tendencia a la soledad, todo contacto con otro ser humano es para mí un regalo y, en muchas ocasiones, una gran oportunidad.
En su misiva, Sr. Ministro, me conmina, con la amabilidad de que sólo son capaces las cartas oficiales, con todos sus circunloquios y referencias a Leyes que desconozco, a dejar de plantar hayas y robles en una zona muy concreta del departamento de Vergons, una zona que ustedes dicen es “restringida y de uso militar”. Doy fe, pues, desde hace unos meses, día tras día y cuando apenas ha amanecido, atravieso una alambrada de espinos y paso cerca de un cartel que dice lo siguiente: “Fábrica de armas de Vergons. Prohibido el paso”.
Sr. Ministro, en mi sencillez (no soy más que un veterano pastor), poco puedo hacer para oponerme a su requerimiento, salvo usar las palabras (yo, tan amante del silencio).
Sr. Ministro, empecé a plantar árboles hace más de treinta años. Ser pastor de ovejas requiere mucha dedicación y recorrer grandes distancias a pie. Así que, desde bien joven, cuando salía con mi rebaño por estos montes de la Provenza, iba ya pertrechado de un saquito y de una vara robusta con la que, donde me parecía, hacía un agujero para después introducir una bellota. He de reconocer, Sr. Ministro, que, según plantaba las bellotas, me olvidaba de ellas, hasta que, pasados los años, me daba cuenta de que muchas de ellas habían brotado y se habían convertido en pujantes robles o luminosas hayas. En poco tiempo planté más de diez mil bellotas. No llevaba una estadística de cuántas se hicieron árbol pero, lentamente, aquellos montes pelados por los que transitaba empezaron verdear… misteriosamente. Después, las diez mil se convirtieron en veinte mil, y las veinte mil en treinta mil, las treinta mil en cuarenta mil…

Sr. Ministro, la naturaleza es lenta. Piense en los miles de años que tarda en esculpirse una estalactita, en las eras necesarias para que un río horade la roca hasta formar un cañón, en las infinitas horas que han de transcurrir para que un glaciar se desplace un milímetro, en las capas de hojas que requiere el humus, en las incontables moléculas de agua que forman un copo de nieve, en cómo se demora la cigüeña al levantar su nido, en los kilómetros que ha barrido el Gran Vórtice de Saturno, en los días que caen hasta que el ciervo nos enseña su cornamenta, en el proceso alquímico que vive una mariposa para dar color a sus alas…
La vida es un milagro, Sr. Ministro. Para que el ADN fuera posible se necesitaron millones de años de estabilidad climática en nuestra Tierra, y esa estabilidad ha sido posible sólo por una feliz serie de “casualidades” minúsculas que, además, quizá nunca más se vuelvan a repetir en este Universo que se aleja. Somos una excepción entre millones de planetas muertos. Estos bosques de Vergons son parte de la excepción.
Sr. Ministro, modestamente y casi sin querer, durante todos los años que llevo plantando árboles, mi lentitud ha sido la misma lentitud que susurra la naturaleza; mi constancia ha sido también la misma. Nos hemos acompasado con idéntico latido. De esto estoy seguro. Construir lleva su tiempo, Sr. Ministro; y las hectáreas boscosas que han ido formándose a la luz de mis bellotas lo han hecho en cada paso que he dado, día a día, agujero a agujero… El resto ha sido el transcurrir certero de las estaciones, las lluvias atraídas por la incipiente foresta, la humedad de nieblas y brumas, los arroyos convertidos en ríos, los neveros, el abono natural de las pinochas, el calor del sol; o generación tras generación de ardillas, lobos, mirlos, jabalíes y abejas, que han llevado, de un modo u otro y mucho más lejos de lo que yo hubiera podido soñar, nuevas bellotas para gestar nuevos bosques.
Escribo esta carta, Sr. Ministro, y me doy cuenta de que ha tenido que pasar casi una vida (la mía) para que hoy pueda ver perderse el verdor en el horizonte. He vivido despacio, y hasta creo que la lentitud con la que la sangre recorre mis venas es también la parsimonia con la que la sabia sube y baja por estos robles, o la misma ligereza con la que el viento mece las hojas. ¿Acaso lo que nos pasa por dentro no es también lo que pasa fuera?
Usted, Sr. Ministro, quizá esté pensando que he sacrificado mi vida. Y no le falta razón, pero recuerde que “sacrificio” es, literalmente, “hacer sagrado” ¿Acaso no son sagrados estos bosques? Perdone tanta pregunta… Si usted alguna vez ha visto brotar una semilla, recordará que sí. Pero, si me lo permite (ya que siento que puedo hablar de estas cosas con conocimiento de causa), creo que esto también se nos ha olvidado. La vida nos habla constantemente de los ciclos. Ella se pone ante nuestros ojos en forma de espiral, mientras que los seres humanos llevamos siglos empeñados en vivir recorriendo una línea recta que cada vez se acelera más y más y más… Nos hemos distanciado. Si se da cuenta, hasta en el lenguaje distamos, cuando decimos cosas como “necesito conectarme a la naturaleza o “he salido a la naturaleza”. ¿Es que no somos siempre naturaleza? ¿Es que no estamos hechos en un setenta por ciento de agua? ¿Es que esa agua no es la misma que la que cae del cielo y llega hasta los mares? Sr. Ministro, no sólo nos empeñamos en vivir pensando en el futuro, sino que además, me temo, no hacemos otra cosa que dividir y separar y desgajar.
Sin embargo, Sr. Ministro, sé que somos necesarios para la naturaleza, pues estamos íntimamente ligados a ella, como la carne lo está al hueso. Sí, somos necesarios, del mismo modo que lo es una plaga de langostas devorando un campo de maíz, que lo es un volcán, cuya lava quema todo a su paso, una riada o una avalancha de nieve. Un ciclón sólo sabe ser un ciclón ¿Se pueden pedir cuentas a un tsunami o a un cataclismo? Ellos simplemente despliegan su fuerza, destruyen y trastocan la vida para dar forma a algo nuevo, a una nueva vida dentro de la vida. Pero nosotros, que tenemos la capacidad de pensar y de articular palabras, sí somos responsables de cómo nos relacionamos con eso a lo que pertenecemos.
Verá, Sr. Ministro, la dehesa sobre la que ustedes edificaron su fábrica de municiones, para surtir a nuestras tropas en la Guerra, era un lugar yermo la primera vez que lo pisé con mi rebaño. En su suelo arcilloso planté un buen montón de bellotas. En sólo cinco años un pequeño bosquecillo ya pugnaba por asentarse; al poco, llegaron los animales; los charcos se convirtieron en lagunas y hasta algunos riachuelos empezaron a correr por sus pendientes. Ustedes no tardaron más que un par de días en destruir esta frágil riqueza. ¿Ve por qué le hablo de responsabilidad? Pero, claro, sus máquinas necesitaban energía, y también talaron los grandes árboles que ya se elevaban, majestuosos, kilómetros a la redonda, para hacer carbón. Así que, también se fueron los animales y se secaron los ríos. Energía para fabricar las balas que después usan nuestros soldados en el frente.

No creo en el alma, Sr. Ministro, pero sí creo en algo que yo llamo el “Alma del Mundo”. Lo he visto en estos bosques. Es un hilo invisible y finísimo que une toda la vida que aquí acontece, cada proceso, cada cambio, cada nacimiento y muerte. Toda la vida está ligada por esta ánima, desde lo más pequeño hasta lo más grande. Quizá, al leer estas pocas palabras, se muestre incrédulo, pero créame si le digo que usted también integra este tejido misterioso. Bastaría con que pegara el oído a la tierra para saberlo.
Ya ve que para mí este bosque no es un simple conjunto de árboles. Este bosque es amable porque yo lo amo. Y siento que de su bienestar depende también el bienestar del resto de los bosques, del conjunto de la Tierra, en virtud de ese hilo… Lo que hagamos en estas tierras repercutirá en el resto, por lejanas que se encuentren de aquí. Lo que hagamos influye en los millones de diminutos universos de vida que rodean a estas hayas.
Me pide usted, Sr. Ministro, que deje de plantar árboles en “sus tierras”. Hoy, cuando anochezca, seleccionaré una vez más las mejores bellotas y las pondré en remojo, para que se ablanden y los primeros filamentos puedan abrirse paso más fácilmente. Aunque me duelan los huesos, mañana volveré a levantarme temprano y partiré hacia Vergons con el mismo saco y mi vara. Sentiré el frío del amanecer en las mejillas; el rocío se arremolinará alrededor mis botas; los mirlos llevarán ya horas cantando y rebuscando entre las hojas escarchadas; los topos se habrán retirado a sus madrigueras; sonará el latido de algún corzo; en el pueblo olerá a pan; el petirrojo estará afilando ya su pico; los jabalíes conciliarán el sueño; y yo partiré hacia las tierras de Vergons porque allí, Sr. Ministro, la vida palpita.
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